miércoles, 7 de enero de 2015

Punto de quiebre parte 1.

“No volvernos a hablar, debemos sanar para saber si en el futuro podemos ser amigos”. Me partieron el corazón en menos de 4 días en más de 1137 pedazos. Son palabras dolorosas pero ciertas, tiene toda la razón, sabe que me duele pero no sabe cuanto, no sabe que duele saber que la última vez que la vi tenía una sonrisa al despedirme, que no lo hicimos por un medio totalmente impersonal. Si supiera que iba a ser la última vez hubiese aprovechado, no la hubiese dejado de besar, ni le habría soltado la mano. ¿Alguna vez pensaste en eso de “Qué harías si supieras que es tu último día con vida”? Puedo hacerte esa misma pregunta ahora pero adaptada a mi caso: ¿Qué harías si sabes que verás por última vez al amor de tu vida? Debe haber un punto en el que todo deje de doler, pero no es ahora, me gustaría decir que soy muy viejo para sufrir por amor, me gustaría decirle que vuelva, que puedo cambiar y que me adaptaré a todas sus condiciones. Esta es mi vida ahora, es la vida de un tipo cuya vida se fue. No tengo punto, no tengo límites, no tengo horizonte y el plan B solo consistía en no arruinar el plan A. Sabes, hay un dolor que puede acabar con cualquier esperanza, que puede acabar con tus buenos pensamientos, con tu autoestima, con tus piernas, con tus deseos, uno que se vuelve obsesivo, uno que no deja dormir, uno que está en cada segundo del día, que hace que las horas no pasen, que hace que no haya nada que valga la pena, que te hace olvidar de las cosas hermosas que tienes, que te acaba lentamente, que te deja en el piso y te sigue golpeando hasta asegurarse que no vas a volver a pararte, que te ahoga, que te hace sentir el vacío de la pérdida, que hace que todo se vuelva en un tono azul, que te hace luchar con las olas de lágrimas que se crean con la intensidad de cada canción. Debí construir un muro más grande para mi corazón, tener algunos soldados y monstruos épicos que lo cuidaran, que no dejaran entrar a nadie, que golpearan a aquel que quisiera venir a matar a quienes habitan allí. Odio el sentimiento del miedo, de los nervios, del frío que viaja por las venas, del estómago que se conecta con todo, de las piernas que tiemblan, de las malditas manos que no dejan de temblar, de no poder hacerse a una idea de un mundo sin ella, de tener esperanzas, de estar triste en todo momento, de verla en cada letra, de no poder disfrutar del cariño de mi madre. La conocí bajo un frío parecido a este que sientes al tocar mi pecho y al terminar de leer cada frase, uno parecido a sus últimas palabras, uno parecido a cuando te dicen: “Te amo pero…”. Pude ofrecerle abrigo así que lo hice, pude hacerla reír y lo hice, pude perderme por lo que pensé era solo un minuto pero resultaron siendo casi 7 años. La conocí y no supe si observarla, conocerla, desearla o amarla, así que lo hice todo de una vez. No supe que decirle al llamarla por primera vez así que le dije que estaba dispuesto a no parar, a seguirla a donde fuese, a dedicarle todas las canciones, a que entrara a mis sueños oficialmente y no por la ventana. No supe que responderle al escuchar su respuesta así que la besé y le dediqué la luna. No supe si ahogarme en sus ojos o en su olor así que me ahogué en sus palabras. No sabía si quería que la besara por unos segundos más o por toda una vida, así que traté de hacerlo para toda la vida. No sabía si le gustaba, si se confundía con mis gestos, si me quería a veces y me odiaba siempre, si me tenía estima, si le gustaban nuestras noches en vela, nuestros mensajes, nuestros pequeños momentos de agarrarnos de la mano. No sabía si debía amarla pero para cuando lo supe era demasiado tarde, ya me había perdido en el triángulo que se forma entre su sonrisa y sus pómulos.