Debe haber al menos mil personas, exagerando las proporciones. Hay pequeños grupos, diferentes expresiones pero todos pueden leer el mismo lenguaje. En el fondo un tipo parece morir por un momento gritando eso de: “United we stand, divided we fall, gotta gotta gotta go”. Si alguien entrará en este momento, la exclusividad lo expulsaría. No es radicalismo, solo somos un grupo cerrado. No me ven entrando a una reunión casual entre ejecutivos y sus pequeños hijos. Todos señalarían al diferente. Porque en realidad todos se parecen y ese pobre rico adolescente carece de eso que nos sobra a nosotros. Hay una pequeña pausa para agradecimientos y demás cosas que animan al público. El moshpit se enciende una vez más.
Las cicatrices nunca han pasado a mayores. Unos viejos tennis, jeans gastados, la camiseta de Rise Against estampada por el tipo de la tienda de surf y esas cuatro ruedas que aun conservan velocidad son mi compañía en las mañanas de este golpeado verano. No me estanca una soledad improvisada, ni un deseo perdido de unos cuantos que rechazan lo que no conocen. Mi estilo de vida no es para cualquiera y es lo que me gusta de vivirlo. Las noches pueden ser individuales o grupales, la temperatura no es inconveniente para el extremo de mi cabeza. Adentro parece un solo golpe, pero la diferencia no es excusa para huir.
Desde que recuerdo solo he compartido vida familiar con mi abuela, una mujer de unos 56 años que decidió que su único nieto no iba a ser uno más de aquellos que no pudieron ver un rayo de sol. A la que podría llamar madre tiene 56 años, cabello castaño y prepara huevos revueltos los domingos; La otra se estanca en su casa rodante acompañada del sonido de botellas vacías que se asemejan a su vida.
Ésta bandana pertenecía a mi abuelo. La encontré en las cajas del garaje. Algunos discos de Black Flag y otros recuerdos como camisetas y fotografías aparecían en el inventario. Al tipo nunca lo conocí, que recuerde, pero creo que su influencia es clara en mi. Mi abuela alcanza a notar similitudes y detalles que hacen sus ojos brillar y dejan que mis expresiones no se atasquen entre movimientos. Los tennis pertenecían a él, pero sus intenciones de usarlos se vieron obstruidas por el cáncer que terminó con una vida de olas nocturnas, madrugadas tranquilas y mañanas de domingo.
Es sábado en la noche, el día ha pasado como el de todos, excepto que no soy el hippie de la guitarra acústica, ni el pobre rico que pasea su auto esperando conseguir algo que no da el dinero ni la apariencia. Mi día se llenó de arena, de largas calles que se dejaban montar como una ola de pavimento, de estar sentado en un muro esperando el turno, de establecer el medio para buscar nuevos mundos escondidos en cuatro ruedas. Mi día podía pasar por el retrovisor de otro, verse reflejado en los lentes de un turista o simplemente imaginarse en las ilusiones quebradas de un pobre maestro de escuela primaria. No vi el borde, ni las señales de Stop y el tipo del uniforme me gritó algo que no entendí así que no importó. Lo que vi fueron mis rodillas elevándose, los tennis en su mayor esplendor y las cuatro ruedas por el lado contrario. Porque de eso se trata, de vivir un día como éste, de ver el otro lado y no la página conveniente, de estar al borde listo para saltar, o de disfrutar la escenografía que se presenta ante mí. Las ilusiones pueden haberse quebrado en el pasado, la motivación se detuvo por unas pequeñas piedras en la autopista, pero sigo aquí, el siguiente paso no es predecible, es sábado en la noche y esto no pasará a ser un mal recuerdo, porque ya lo han dicho antes, nosotros no escogimos esta vida, fue ella quien nos escogió a nosotros.
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